Wilson Sagario, maestro charcutero, con 25 años de experiencia, es uno de los pocos que resume en una sola persona la producción industrial y la artesanal.
Es técnico en alimentos, tercera generación del histórico frigorífico Sello de Oro (famoso por sus salamines y embutidos secos) y socio de Corte, la carnicería y restaurante que en apenas tres años marcó la escena gastronómica porteña.
Hoy Corte es el mejor lugar donde conseguir chorizos originales, morcillas de tipo Burgos, sobrasada, salchicha negra (blutwurst), quesos de cerdo, carnes maduradas y muchos más productos especiales que elaboran semana a semana.
La saga familiar de Sello de Oro
Todo comenzó con Vittorio, el abuelo de Wilson, hijo de un inmigrante calabrés que en 1940 se juntó con otros tres socios para comprar este frigorífico nacido en 1925. Casi un siglo después, tres de esas mismas cuatro familias originales siguen al mando: los Sagario, los López y los Bartolomé. “Arrancaron con seis empleados, cortaban la carne con hachas, hacían las mezclas a mano”, cuenta Wilson.
La fábrica ubicada en Mataderos fue la escenografía donde Wilson pasó buena parte de los veranos de su infancia y juventud, ayudando en los despachos, recibiendo carnes, dando sus primeros pasos laborales. Hijo mayor de una familia católica de clase media del conurbano bonaerense, su destino era seguir los pasos del padre. “Lo hablé mucho en terapia. Mi educación fue muy formal, colegio de curas, luego la UCA, me casé joven con quien había sido mi primera novia. Había un mandato por cumplir. Por suerte pude reflexionarlo y descubrí que la vocación era también genuina. Siempre me gustó la matemática, las ciencias exactas, la química y la física. También me gusta la comida: para nosotros lo gastronómico fue siempre muy importante, era la manera de dar amor juntándonos alrededor de la mesa”, dice.
Entrar hoy a Sello de Oro es adentrarse en un mundo de fiambres al por mayor. Una puerta anónima que esconde detrás una fábrica con alta tecnología y una búsqueda permanente de la calidad. Cada día reciben allí las medias reses de cerdo y la carne vacuna, que dan vida a múltiples recetas.
En una sala cuelgan 16.000 patas de jamón crudo, cumpliendo un exigente ciclo de 12 meses de secado. En otra hay miles de salamines, más allá están las longanizas, las sopresattas y los chorizos candelario.
En la planta baja están los cutters, las picadoras y las amasadoras para preparar las mezclas de carne. De los hornos salen jamones y lomos ahumados, se suman mortadelas y salchichones.
Sello de Oro ofrece productos populares (como el salame Milán y el fiambre de paleta) pero también especialidades como la bresaola (una salazón cruda a base de carne vacuna) o la línea de embutidos lanzada para el 90° aniversario de la casa, con el chorizo español Don Abel, el salame criollo Don Antonio y el salame de cerdo Don Vittorio.
La obsesión de Wilson es la calidad
Se entusiasma hablando de procesos, de tecnología, de perfiles de ácidos grasos, de músculos, fermentaciones y temperaturas. Fue ayudante de cátedra en Industrias Cárnicas en la universidad y vivió un año y medio en Ushuaia contratado para armar un frigorífico de fiambres de cordero (con el objetivo de exportar a mercados musulmanes y judíos que no comen cerdo). En Sello de Oro lo primero que hizo fue reestructurar toda la limpieza conformando un equipo interno, y estandarizó procedimientos bajo normativas oficiales. “Muchos creen que calidad es el sabor, pero eso es solo lo sensorial. También está la parte comercial, la inocuidad y el aspecto nutricional. Y no se trata de una sumatoria, sino de multiplicar. Si un factor te da cero, toda la cuenta da cero”, dice con mirada crítica.
Respetado por sus pares, con la apertura de Corte Wilson entró de golpe en el mundillo gastronómico. Todo empezó hace unos diez años, cuando en medio de un restyling de la marca Sello de Oro contrataron a Eduardo Torres (fotógrafo de muchos de los libros de cocina más conocidos) para armar catálogos de producto. “Eduardo se tomaba siete horas para una foto. Entender cómo pensaba el producto desde un punto de vista gastronómico me voló la peluca”, cuenta. “Siempre había tenido el berretín de tener un restaurante, de cocinar. Quería salir un poco de la fábrica, donde mi trabajo es sistemático, ocupándome de la parte administrativa de la producción, de los costos, las formulaciones. Viéndolo a Torres entendí que realmente quería hacer algo en gastronomía”.
Wilson ya conocía al cocinero Santiago Garat, de la época en que este uruguayo estaba detrás de la cocina de Standard, un recordado bodegón moderno en Palermo. “Yo le hacía un jamón, unas salchichas parrilleras. Nadie en un frigorífico del tamaño de Sello de Oro te hace algo tan a pequeña escala, pero a mí siempre me gustaron estos experimentos. En mi vida hice miles, , salame de jabugo, de cordero, de ciervo. A la vez, además de Garat, también me había hecho amigo de Pablo y Marcelo Abritta, del frigorífico Fura. Y entre todos armamos Corte, un lugar que nos representa. Ahí están las carnes, la trazabilidad de cada animal, los madurados, especialidad de los chicos Fura. Está el restaurante con Santiago al frente. Y los chacinados y salazones, que es lo mío”.
Si en Sello de Oro Wilson trabaja con batches grandes y miles de unidades de producto, en Corte puede permitirse caprichos personales. Armó una mini fábrica con alta tecnología gastronómica que le permite elaboraciones artesanales con técnicas profesionales. En el mostrador se exhiben chorizos verdes, naranjas y rojos (como el chorizo de asado, huacatay, aceituna negra y eneldo). Tienen también una morcilla con fideos de batata de tipo coreana o un exótico cuixot, un intenso fiambre de Mallorca embutido en un cuero cosido a mano. “Son productos muchas veces imposibles de llevar a escala industrial, por el costo y trabajo que requieren”.
Sello de Oro y Corte parecen ser así dos opuestos. Mientras que la fábrica pretende uniformar la producción, sistematizar los procesos y cuidar costos a ultranza, la carnicería busca desafiar el lugar común, apostando siempre a subir la vara, usando si es necesario el Patagonzola de Couly, uno de los quesos azules de mayor precio en el país. “Cuando abrimos Corte pusimos que era una carnicería, un restaurante y una charcutería. A mí en ese momento el término charcutería no me gustaba, lo veía como algo ordinario, que no representaba mi acercamiento científico al tema. Luego me crucé con cocineros que me enseñaron de especias, del uso productos de temporada. Hace poco hice también un vivo en Instagram con Xesc Reina, uno de los grandes maestros charcuteros de España.
Y hoy entiendo que la charcutería es un oficio, y ahí están las dos cosas: la ciencia para dominar procesos con transformaciones químicas, físicas y biológicas; y la parte artística, que se ve en la combinación de ingredientes, en la decisión de ahumar o no, de usar una u otra tripa. Esa parte artística es hoy el motor que me impulsa para hacer las cosas”, dice Wilson.
Ciencia y arte. Producción industrial y elaboración artesanal. Miles de salamines o unos pocos kilos de chorizo. Las dos caras de una misma moneda. Las dos caras que tiene Wilson Sagario.
Fuente: El Portal del Chacinado & Rodolfo Reich.LaNacion.com